viernes, 27 de septiembre de 2013

Teléfono descompuesto.

Y aquí estoy.
Me vuelvo a encontrar sentada en la sala. Sobre un viejo sillón color Beige.
Tengo los brazos apoyados a los costados. Con las piernas estiradas.
Es una sensación muy cómoda. Me relajo y echo la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, abriendo mi oído a cualquier mínimo ruido que interrumpa en la sala.
Relajo la boca, le quito tensión a mis manos y a mis brazos.
Me concentro en la respiración. Tomo como guía el ruido que producen mis fosas nasales al inhalar. Retengo el aire. Y suelto.
Pero suelto por la nariz. No me gusta exhalar por la boca. Siento que al hacerlo, pueden salir mil millones de pensamientos que se escapan desde mi cerebro,
y dejarme al descubierto, como si me quitaran una manta de encima, en un intento de relajación frustrada.
Y gracias a ese miedo que me agarra, me pongo a pensar, que tal vez, no sirve que relaje tanto mi cuerpo, si mi mente está confusa y tengo tanto que decir y que ordenar.
Tanto que decir y esconder. Tanto que callar y reflexionar.
Tantas cosas por hacer y arrepentirme al instante porque se tratan de solo impulsos.
Estoy esperando algo. Esta vez, lo se. Esta vez estoy concentrada en no perder la calma.
En hacer el menor ruido posible para que, al hacerse presente, su llegada impacte sobre mí provocándome el placer más grande del día.
Su presencia trae consigo un  peso con el que cargo en la espalda y hace que me arquee, produciéndome así una molestia del séptimo infierno.
Un asco.
Pero del placer paso a la intriga y de la intriga a la noticia.
Tanto buena como mala, como siempre, ya no tiene importancia. Me pasé horas pensando en eso y el teléfono nunca sonó.


No hay comentarios:

Publicar un comentario