Largas charlas bajo la sombra de un árbol viejo que se resistía a los rayos del sol.
Dos estómagos llenos. El deleite de sus ojos a los míos.
Su suave tono de voz y su placentera sonrisa que prometía indescriptibles sensaciones futuras.
La puesta del sol y su despedida, acompañada de una brisa que regalaba un clima agradable.
La llegada de una luna comida por ratones que se decidía a quedarse ahí, para bañarnos con su luz tenue.
Le ofrecí mi espacio. Compartimos un viaje, con un silencio que no nos inquietó.
Mi cama fue nuestro último enlace. Dormí rodeada por sus brazos como una enredadera que abraza a un árbol.
Sentí cómo su respiración se metía entre mi pelo y llegaba hasta mi nuca.
Fue la melodía que me hizo dormir profundamente hasta el día siguiente.
Cuando desperté, reparé sobre el espacio brutal que sobraba en la cama. Me dí cuenta de que nada
de lo que había sucedido aquel día había bastado para que no se marchara por la mañana.
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