martes, 28 de mayo de 2013

Terror.

Al igual que poder encontrarse, sus miradas tenían la capacidad de desconectarse rápidamente y perderse con gran facilidad.
Podían pasar desde el primer segundo hasta la más complicada semana juntos.
Podían acostarse y mirar durante horas la televisión fingiendo interés en ella.
Podían ir y volver. 
Subir y bajar.
Gritarse y susurrarse.
Ella podía hacer de cuenta que estaba todo en orden cuando lo veía hablar con otra chica.
Así como también él podía fingir estar dándole amor y hacerle daño bajo las sábanas.
Tan poco protagonismo tenía la privacidad de ambos, que cuando ella se encerraba en el baño con su celular, él golpeaba fuertemente la puerta, con patadas y golpes, obligándola a abrir.
¿Por dónde pasaba la tensión? ¿Por su encierro o por su celular?
Ambos se las ingeniaban para mentir de la mejor manera. En eso eran buenos en conjunto. Ella inventaba, y tapaba. Él se aseguraba de que ella lo hiciera.
Las promesas se rompían a la noche, cuando comenzaba a armarse una tormenta con frases hirientes que volaban por al rededor de los dos, formando un 
huracán que arrasaba con todo tipo de límites.
El tamaño de la cama variaba según la luz del día. La noche, que escaseaba de luz solar, era perfecta para no llamar la atención de los demás.
Entonces ahí era cuando mágicamente la cama de una plaza, se transformaba en la mitad de su tamaño original.
Ella así, se veía obligada a dormir en un sillón sentada, o en el piso, sino la cama podía molestarse y tragarla de una vez en medio de la noche.
Él necesitaba dormir en ésta, así que había que hacer silencio.
Todos lo sabían, todos callaban.
Si se animaban a preguntar, todo quedaba estancado en una mentira literalmente increíble. Mejor no meterse. Preferimos perder unas horas de sueño por culpa de su llanto. -Mejor-NO-meterse-.
El ascensor, una caja de momentos y momentos.
Era un buen lugar para hacer descarga de tensión. La palanca de "parar" bajaba. Las luces permanecían apagadas. La boca tapada. Los ojos cerrados. Las manos tensas.
Un cuerpo fuerte. El otro débil.
La caja de momentos volvía a funcionar. El hall del edificio se llenaba de angustia. La puerta se encontraba siempre abierta. Los colectivos pasaban por esa misma cuadra.
El tren a diez.
Y ella no se iba.

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