Aquella tarde, al subir al colectivo de la línea 65 que su mano temblorosa frenó en la plaza Constitución, tomó su teléfono y lo primero que hizo fue llamar a sus padres para pedir ayuda.
Su cuerpo se encontraba destrozado a golpes. Su cuero cabelludo estaba hinchado de los tirones de pelo que había recibido.
De la cabeza para abajo, llevaba rastros de escupitajos que ya se encontraban secos.
La pantalla de su celular estaba hecha mierda, rota en mil pedazos.
Todo su ser cargaba con insultos, moretones, empujones, y todo tipo de agresiones.
Su pecho izquierdo tenía una tonalidad morada, producto de un apretujón insensible.
Uno de los hematomas de su brazo derecho iba tomando oscuridad a medida que los minutos pasaban.
La adrenalina seguía contenida dentro suyo, al recordar su cuerpo al pie de las vías del tren, zamarreado de su mochila puesta para ser empujado cuando éste pasara. Una oleada de cobardía y miedo ajeno la salvó.
Al llegar a la parada perteneciente se bajó del colectivo insegura, con un miedo paralizante.
Vió la camioneta de sus padres. Se subió con el cuerpo inútil y desganado. Rompió llanto y comenzó a relatar aquel infierno diario, que esta vez había llegado a su fin.
Escribió y contó la historia una y otra vez. Pero siempre en tercera persona.
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